Tengo por costumbre leer en
aquellos lugares donde irremediablemente tengo que esperar: filas bancarias,
filas del comisariato, en la sala de espera de los doctores... Siempre tengo un
buen libro en mi cartera, en ocasiones planificado y en otras guardado por
cualquier imprevisto. Cuando para mi mala suerte no he tenido la precaución de
guardar el libro (por lo general ocurre cuando cambio de cartera) y tengo que
hacer fila, caigo en un aburrimiento profundo que poco a poco se convierte en
desesperación.
Cuando llego a la fila bancaria y
veo tanta gente, lo normal sería molestarme por el tiempo de espera, tiempo que
sería inútil sino fuera por una buena lectura; sin embargo, al ver las largas
colas me emociona saber que podré avanzar algún capítulo de mi libro. Cuando
ya es mi turno de acercarme a la caja me quedo con la intriga y ganas de
seguir leyendo y esperando.
Cada vez que abro mi cartera para
sacar mi libro y mis lentes de lectura, no puedo dejar de observar los rostros de
las personas que están frente a mí, ya sabemos cómo son las colas en los bancos:
un “culebreo” que te ubica de frente a totales desconocidos, en ocasiones con
personas agradables con quien emprendes una conversación y si tienes suerte con
un amigo que no has visto tiempo, pero sin un “buen amigo” el tiempo de espera,
desespera. Las personas suelen admirarse por ver a alguien con un libro en las
manos, en ocasiones, cuando se quejan por la espera o porque hay un solo
cajero, salgo en defensa del o de la cajera que no tiene la culpa de nada y les
aconsejo sobre traer un libro y no quejarse.
Hoy me tocó hacer fila, una larga
fila que disfruté como nunca. Llegué al banco en cuestión, vi que la cola salía
del cordón donde tienes que hacer el famoso caminito culebrero y llegó el
momento mágico, ese en el cual abro el cierre de mi cartera y saco mi libro,
para, entre ojos de asombro, ser meticulosamente observada como un ser de otro
planeta o un ser en vías de extinción. En esta ocasión llevaba un libro nuevo,
que de antemano sabía lo espectacular que iba a resultar, era el nuevo libro de
María Fernanda Heredia “Que vuelen los
pájaros”, una recopilación de sus artículos en la revista Hogar. Debo
admitir que tanto me encanta la forma tan natural y divertida de esta maravillosa
escritora, que, cuando estaba en la sala de espera de mi dermatóloga, siempre,
siempre buscaba la revista Hogar sólo para leer sus artículos y en algún
descuido descaradamente arrancar la página para releerla en casa, en otras
ocasiones al estar la sala de espera repleta de pacientes era un poco más educada o mejor dicho “menos sinvergüenza” y le preguntaba discretamente a la
secretaria si podía arrancar un artículo de la revista que ya estaba
tristemente un poco pasada en fechas. Mi emoción antes de leer este fantástico
libro era evidente, tanto, que capté el interés de unos niños que hacían fila
con sus madres y no paraban de observarme y sonreír.
La fila avanzaba mucho más aprisa
de lo que hubiera esperado (o deseado), pero en ese transcurso tuve,
literalmente, que morder mis labios para no reír a carcajadas, pero en dos
ocasiones no pude evitarlo, y reí tan fuerte que la gente de la fila se dio
vuelta para mirarme, disimulé muy bien sin separar mis ojos de las páginas del
libro, pero las miradas eran tan intensas que era inevitable sentirlas. Más de
uno rio conmigo y yo al disimulo levantaba el libro para que se dieran cuenta
qué estaba leyendo.
“Que vuelen los pájaros” es un
viaje exquisito por vivencias personales de la escritora, un ensueño de
palabras sencillas y sensibles, un mensaje de lo hermosa y común que es la
vida, de los desastres que vivimos a diario y de las grandiosas oportunidades
que se nos presentan día a día. Una hermosa reflexión sobre la vida y el humor,
sobre la alegría de la amistad, sobre lo hermoso que es ver al mundo girar a tu
beneficio y satisfacción, aunque al principio pareciera que no. Sobre aquellos
sueños juveniles que resultaron desastrosos y que luego con el tiempo agradeces
que el tiempo pasó.
“Que vuelen los pájaros”, como
tantos de sus libros, me llevan a ese corazón de niña que nunca murió, que vive
y palpita y al que puedo reencontrar en cualquier libro de María Fernanda
Heredia.