
He pasado días difíciles en el hospital. Mi padre tuvo un infarto cerebral y fue hospitalizado de urgencia luego de un largo peregrinar en hospitales privados y públicos hasta que, gracias a la intervención divina y la de un querido amigo, mi padre fue atendido en el Hospital de los Ceibos. Los cuatro primeros días fueron llenos de incertidumbre, papá parecía iba a morir, esa era la impresión que tenía cada vez que me dejaban entrar a verlo por cinco pequeños, pequeñísimos minutos, en los que quieres detener al mundo y aferrarte a la mano del ser que amas. Su mirada estaba vacía, su voz había emigrado y se había convertido en un inentendible balbuceo, mi presencia lo emocionaba al borde de las lágrimas, rezábamos juntos y a pesar de no modular palabra, su oración era clara, provenía del alma. El primer día que me vio, sonrIó y apretó mi mano, los tres siguientes días, no. Manuel, un médico amigo, (más bien un ángel amigo) me daba alientos e hizo todo para que papá fuera trasladado a una habitación y saliera del área de observación y lo consiguió, desde ese momento mi padre renació, el amor hizo lo suyo y muy pronto las terapias de rehabilitación harán lo propio.
Mi padre y yo compartimos habitación con tres pacientes más, y digo "compartimos" porque una vez que entras con el paciente no puedes salir, tampoco lo deseaba, permanecer a su lado me daba alivio, esperanza y la certeza que papá mejoraría.
Junto a mi padre yacía un anciano de características y nombre indígenas. Tenía las manos tal cual las dibujaban Kingman y Guayasamín, manos llenas de grietas, de zurcos dolientes, de uñas ennegrecidas por el abono del campo o por los hongos de la humedad de la tierra, tenía las marcas de una vida de trabajo sacrificado. Sus ojos tenían la tristeza milenaria de esta raza valiente, pero oprimida, su sonrisa sin dentadura era nostálgica.
Cuando llegué a la habitación papá dormía solitario y desprotegido, mi corazón saltó a su lado, besé su frente y lo protegí del frío y de la soledad. Le prodigué los cuidados que todo hijo debe tener hacia cualquiera de sus padres.
Don Quishpe me observaba, callado y meditabundo, algo melancólico, él bajaba su humilde mirada hacia sus sábanas y arreglaba su torcida colcha para disimular.
Pasaron uno, dos tres, cuatro, cinco días hasta que alguien lo viniera a visitar. Su visitante llegó acompañado de una enfermera que rompiendo el protocolo de bioseguridad le permitió ver a su padre. En ese momento no importó la bioseguridad, ver el rostro iluminado de Don Quishpe valía la pena.
-Mire a quien le traigo - dijo la enfermera.
-¿Sabe quién es él? (la típica pregunta a los ancianitos cuando se los ve un poco desubicados)
- ¡ES MI GUAGUA! dijo lleno de felicidad.
La visita de su "guagua" fue tan rápida que no dio tiempo a "te quieros" y a "te extrañamos" un par de frutas y galletas para el "taita" y el "guagua" arrogante más que amoroso, tenía más prisa por irse que permanecer junto a él.
"No sabes las circunstancias de las otras personas " me dijo una amiga cuando cuestioné la falta de familiares de Don Quishpe y de otro anciano prácticamente abandonado en la sala de pacientes.
Don Quishpe permanecía en una bata de hospital con los pañales que el hospital le facilitaba y el cariño que dos extrañas le dábamos. Lo ayudábamos a comer, a buscar a las enfermeras para su higiene, entre otras cosas, a los pocos días me quedé como la única hija de Don Quishpe.
Hasta el día que le dieron el alta a mi papá, el "guagua" de don Quishpe no volvió a aparecer ni nadie más. No le pregunté por su familia, no quería ahondar su pena, podría ser que nadie de su familia viviera en esta ciudad o que su único hijo fuera muy ocupado ¿Quién sabe?
Un día arreglé su colcha y quise acomodarlo en su cama, me di cuenta que tenía una pierna amputada y que esa era la razón de su hospitalización. Había sufrido una caída y su pierna se había engangrenado, y a pesar de ello su rostro dulce y cansado no dejaba de sonreír.
Una noche lo escuché sollozar, bajito, como reteniendo ese canto milenario ante el dolor y la soledad.
Cierta tarde que me acerqué para ayudarlo con la colada vespertina, me sonrió, y me ofreció una mandarina y un paquete de galletas (que le había llevado el "guagua") ¡Gracias por toda su ayuda! -me dijo mientras me sonreía y yo sonreí también.
-Me dijo que su nombre era Piedad ¿verdad?
-Señorita, usted le hace honor a su nombre.
Llegó el día tan esperado, mi padre fue dado de alta con un buen pronóstico de recuperación. Me despedí de los compañeros de habitación y sus cuidadores. Me acerqué a la cama de don Quishpe, sus ojos se humedecieron, su sonrisa era triste y agradecida, tomó mi mano y sentí la aspereza de las suyas, lo bendije con la señal de la cruz en la frente (como hago con mi padre) y él con su sonrisa me volvió a decir "Gracias" y me bendijo el alma, el corazón.
¡Que Dios lo cuide mucho, Don Quishpe!