sábado, 8 de septiembre de 2018

"QUE VUELEN LOS PÁJAROS"


Tengo por costumbre leer en aquellos lugares donde irremediablemente tengo que esperar: filas bancarias, filas del comisariato, en la sala de espera de los doctores... Siempre tengo un buen libro en mi cartera, en ocasiones planificado y en otras guardado por cualquier imprevisto. Cuando para mi mala suerte no he tenido la precaución de guardar el libro (por lo general ocurre cuando cambio de cartera) y tengo que hacer fila, caigo en un aburrimiento profundo que poco a poco se convierte en desesperación.

Cuando llego a la fila bancaria y veo tanta gente, lo normal sería molestarme por el tiempo de espera, tiempo que sería inútil sino fuera por una buena lectura; sin embargo, al ver las largas colas me emociona saber que podré avanzar algún capítulo de mi libro. Cuando ya es mi turno de acercarme a la caja me quedo con la intriga y ganas de seguir leyendo y esperando.

Cada vez que abro mi cartera para sacar mi libro y mis lentes de lectura, no puedo dejar de observar los rostros de las personas que están frente a mí, ya sabemos cómo son las colas en los bancos: un “culebreo” que te ubica de frente a totales desconocidos, en ocasiones con personas agradables con quien emprendes una conversación y si tienes suerte con un amigo que no has visto tiempo, pero sin un “buen amigo” el tiempo de espera, desespera. Las personas suelen admirarse por ver a alguien con un libro en las manos, en ocasiones, cuando se quejan por la espera o porque hay un solo cajero, salgo en defensa del o de la cajera que no tiene la culpa de nada y les aconsejo sobre traer un libro y no quejarse.

Hoy me tocó hacer fila, una larga fila que disfruté como nunca. Llegué al banco en cuestión, vi que la cola salía del cordón donde tienes que hacer el famoso caminito culebrero y llegó el momento mágico, ese en el cual abro el cierre de mi cartera y saco mi libro, para, entre ojos de asombro, ser meticulosamente observada como un ser de otro planeta o un ser en vías de extinción. En esta ocasión llevaba un libro nuevo, que de antemano sabía lo espectacular que iba a resultar, era el nuevo libro de María Fernanda Heredia “Que vuelen los pájaros”, una recopilación de sus artículos en la revista Hogar. Debo admitir que tanto me encanta la forma tan natural y divertida de esta maravillosa escritora, que, cuando estaba en la sala de espera de mi dermatóloga, siempre, siempre buscaba la revista Hogar sólo para leer sus artículos y en algún descuido descaradamente arrancar la página para releerla en casa, en otras ocasiones al estar la sala de espera repleta de pacientes era un poco más educada o mejor dicho “menos sinvergüenza” y le preguntaba discretamente a la secretaria si podía arrancar un artículo de la revista que ya estaba tristemente un poco pasada en fechas. Mi emoción antes de leer este fantástico libro era evidente, tanto, que capté el interés de unos niños que hacían fila con sus madres y no paraban de observarme y sonreír.

La fila avanzaba mucho más aprisa de lo que hubiera esperado (o deseado), pero en ese transcurso tuve, literalmente, que morder mis labios para no reír a carcajadas, pero en dos ocasiones no pude evitarlo, y reí tan fuerte que la gente de la fila se dio vuelta para mirarme, disimulé muy bien sin separar mis ojos de las páginas del libro, pero las miradas eran tan intensas que era inevitable sentirlas. Más de uno rio conmigo y yo al disimulo levantaba el libro para que se dieran cuenta qué estaba leyendo.

“Que vuelen los pájaros” es un viaje exquisito por vivencias personales de la escritora, un ensueño de palabras sencillas y sensibles, un mensaje de lo hermosa y común que es la vida, de los desastres que vivimos a diario y de las grandiosas oportunidades que se nos presentan día a día. Una hermosa reflexión sobre la vida y el humor, sobre la alegría de la amistad, sobre lo hermoso que es ver al mundo girar a tu beneficio y satisfacción, aunque al principio pareciera que no. Sobre aquellos sueños juveniles que resultaron desastrosos y que luego con el tiempo agradeces que el tiempo pasó.

“Que vuelen los pájaros”, como tantos de sus libros, me llevan a ese corazón de niña que nunca murió, que vive y palpita y al que puedo reencontrar en cualquier libro de María Fernanda Heredia.