martes, 15 de noviembre de 2016

MI SUPERHÉROE

Durante muchos años vi a mi padre como un ser invencible, un hombre de acero, un superhéroe al cual podía recurrir cuando enfrentaba problemas profesionales, de salud, estudiantiles, cualquier problema,  menos sentimental o existencial. Ese superhéroe inalcanzable, diferente a la perfección de los cómics, ese superhéroe  que levantaba la voz con un “carajo” y dejaba a todos callados, quien nunca o casi nunca admitió un error. Mi superhéroe de la vida real no era perfecto, pero igual siempre lo amé y admiré, aún lo hago y siempre lo haré.

Debo admitir que mi relación con mi padre nunca fue la mejor, precisamente porque yo rechazaba en él, aquello que detestaba en mí misma, porque somos tan iguales y tan diferentes al mismo tiempo. Cada uno quería tener la verdad absoluta y la razón y eso nos enfrentaba en cruentas batallas de egos casi todos los días. Mi autosuficiencia e independencia se rebelaban ante su carácter controlador e imperativo. Recibí muchas, muchas amonestaciones que durante mi adolescencia y parte del inicio de mi vida adulta me llenaron de resentimientos y sin sabores, pero llegó el momento de perdonar. De dejar ir a esa adolescente lastimada y ver crecer en mi corazón a esa hija agradecida. Sus métodos fueron muy ortodoxos, es decir, muy rígidos, y en ocasiones flagelantes, pero debo admitir; que si no hubiera sido por su determinación, con mi manera loca de ver la vida, con esas ansias de comerme el mundo, quizá yo no estuviera donde estoy, tal vez necesitaba ese freno que él impuso, para no caer en picada desde el cielo, una vez que me dejaron volar. Claro, hubiera deseado tener un padre un poco más comunicativo, más amigo, más “papá” y menos “general”, que me infundiera más respeto que temor, pero así eran los padres de antes o al menos así era el mío.

Recuerdo que cuando éramos niños, mi hermano intermedio y yo salíamos a jugar con los niños del campamento, sabíamos perfectamente que nuestro padre haría tres llamados con su conocido “chiflar”, si al tercer llamado no estábamos en casa, el recibimiento era un correazo (o más de uno) en las nalgas y mejor no protestar, pero jamás nos enviaba a la cama sin comer, porque él jamás quiso que supiéramos lo que era dormir con el estómago vacío. Mi hermano y yo por lo general siempre esperábamos el tercer silbido y cuando eso ocurría, corríamos más rápido que cualquier velocista olímpico para evitar el cuero en nuestro trasero.

Mi superhéroe, sencillamente, no era perfecto, pero seguía siendo un héroe de carne y hueso para mí. Podía enfrentar cualquier tormenta que se le presentara que siempre saldría adelante; su criptonita, sin embargo, siempre fueron sus recuerdos de una infancia difícil  y un batallar en su juventud. Las melodías lo transportaban a momentos agridulces y terminaba en un llanto sin fin que entristecía su entorno y el de los demás, incluso las alegrías lo ponían nostálgico, su personalidad era (y es) eufórica y también depresiva. Todos sabíamos que en poco tiempo él volvería a reír. Siempre encontraba razones para hacerlo y creo que una de esas inefables razones fue mi madre.

Mi superhéroe se está debilitando, su criptonita actual son el peso de los años y las dolencias que suelen acompañar a la sabiduría de la ancianidad. Mi superhéroe envejeció y siento un infinito amor por él. Un deseo de protegerlo y cuidarlo de tal manera que siento que el tiempo no me va a alcanzar para demostrarle cuánto, a pesar de las diferencias, lo amo. Ya no importan los desacuerdos, ni la imponencia que solía tener para hacer respetar su opinión, ya no importa la disensión que tuvimos durante mi adolescencia e incluso ahora en mi etapa adulta. Ya no importa cuán diferentes éramos a pesar de nuestra similitud, ya no importa cómo era él, ahora sólo él importa.

Mi superhéroe es ahora muy dócil para tomar su medicina, pero muy obstinado para las comidas, se escapa a escondidas a comprar aquello que no puede comer, como yo cuando huía de casa a comprar golosinas, le llamo la atención como él lo hiciera cuando yo era una niña, primero por salir sin permiso y segundo por comer lo que no me estaba permitido.

Mi querido viejito, el tiempo está cumpliendo su meta, y yo no lo puedo detener. Cada día sé que es uno menos a su lado, y ruego con el tesón de mi corazón que me permita cada día despedirme de él. Tener esa sonrisa en mis labios que tanto anhela y abrazarlo con todo mi corazón. Algunas despedidas son largas y pretendo hacer de esta lo más larga posible para mantenerlo a nuestro lado por algunos años más, si esa es la la voluntad de Dios.