viernes, 24 de octubre de 2014

RECUERDOS



Y de repente una sensación de ternura llega a mi corazón… un recuerdo… melancolía…
Hoy en la mañana, en el trajín de arreglarme para ir a mi querido trabajo; escuché, mientras me arreglaba frente al espejo, un maullar ¿Un maullar? ¿En mi casa? Hace tantos años que no escuchaba un maullar, desde que era una niña. Era fuerte, desesperado, por un momento pensé que era mi papá quien subía la escalera haciendo el maullido para bromear con mi mamá. No presté atención, pero cada vez era más cercano, más fuerte, entonces decidí abrir la puerta y allí frente a mí, la más bella de las criaturas: UN GATO.

El felino y yo nos quedamos observando, lo miré y me acerqué a él, preguntándome, cómo había logrado entrar en la fortaleza de mi “castillo”, me agaché y lo tomé entre mis brazos, se dejó abrazar sin reparos, sentí su cuerpecito tibio, estaba un poco descuidado, pero se notaba que había confundido su hogar. Al bajar la escalera para darle un poco de leche, él observaba todo a su alrededor, parecía decir: “Esta es igual a mi casa, pero no es mi casa” y me miraba con ese mirar que sólo los gatos tienen (¿será por eso que me gustan tanto los ojos azules?), esa ternura innata que tienen, junto a esa elegancia y autosuficiencia. Cada minuto que pasaba, sentía su dulzura, su cuerpecito empezaba a ronronear.

Por un momento regresó a mí, esa niña que vive en mi corazón, que a veces se pierde por las responsabilidades de adulto, y con gato en mano subí las escaleras para mostrárselo a mi madre y como si de repente me convirtiera en esa niña de cuatro años que adoraba los gatos, le pregunté a mi mamá: ¿Puedo quedármelo? Y sentí un apretón en el corazón, esperando quizá a estas alturas encontrar un sí. Mas no fue así, mi madre lo miró, lo acarició y me recordó lo delicado que es para mí tener una mascota, y para ella también por nuestras alergias. Insistí en que iríamos siempre al alergólogo, que justo “ese” gato no botaba pelos =) fue inútil. No me pude quedar con él.

Cuando mi padre me vio, acarició mi rostro, puesto que él sabe cuánto me gustan, recordé que él en nuestra casa de la playa me dejaba tener gatos, y se acordó también de aquel día  en que por querer darle de comer a un gato,  fui perseguida por una vaca y yo gritaba histérica por los alrededores, pero no soltaba el plato de comida del gatito.

Recordé también cuando mi hermano y yo escondíamos los gatitos bebés en el sótano, y no terminábamos nuestra cena para llevarle comida a la "mamá gato" para que alimentara a sus pequeños y cuando ellos se iban a trabajar, nuestra casa era invadida por estos hermosos animalitos, los llevábamos a todas partes, las empleadas nos ayudaban a alimentarlos y nos guardaban “el secreto” que en realidad creo que nunca lo fue, a veces pienso que mis padres eran conscientes todo el tiempo de nuestros juguetes con corazones.

Un pequeño gatito extraviado me llevó a los recuerdos más hermosos de mi infancia. Me parece ver a papá en cuclillas frente a mí explicándome el por qué teníamos que regalar a los gatitos bebés, verlo poner a mis mascotitas en una caja e ir a la población más cercana a regalar los gatitos a los aldeanos, salían niños por todas partes y mi papá, mi hermano y yo les entregábamos  los gatitos. Veía los rostros felices de esos niños que se llevaban “mis muñequitos”, pero no me dolía, sabía que estarían bien, pero sabía que los iba a extrañar, mientras tanto mi hermano me susurraba al oído: “No te preocupes, hay otra gata preñada”

Y así transcurrió mi infancia y la de mi hermano, entre peluzas, y hoy,  apenas un maullido, apenas una mirada, apenas un ronroneo,  me llevaron a ese maravilloso lugar que existe en la mente y en el corazón que se llama: “Recuerdo”.