Soy
“clown”, pero soy un “clown” de escenario, un clown de magia, de realidad
condimentada con humor. Hoy, por esos azares del destino, por error, o caso
fortuito; mi función de bufón de la vida me llevó hacia un lugar inesperado.
Después de discutirse mi presencia
entre los “Doctores clown”, expertos médicos del humor y la compasión, ingresé
a un famoso hospital de la ciudad de Guayaquil, cuya especialidad médica es la
lucha contra una mortal enfermedad. Algo nerviosa, más bien, muy nerviosa;
ingresé en este castillo de dolor y también de esperanza. Honestamente, no
tenía una idea clara de qué iba a hacer, lo que sí tenía muy claro es que debía
dar lo mejor de mí siempre.
Al entrar, sentí cómo la
respiración se detiene en cada una de las personas que allí asisten, sus
miradas, la mayoría de ellas perdidas en
pensamientos lejanos o en oraciones espirituales elevadas al cielo desde el
corazón, labios que al vernos mover con nuestros trajes artificiosamente
elaborados, coloridos y llamativos, con una nariz roja que iluminaba nuestro
rostro, pero no más que nuestra alma; emulaban una pequeña sonrisa, en algunos
casos, y en otros una amplia sonrisa y un brillo especial en la mirada,
recordando quizá la pureza de la niñez y los sueños de ésta.
El dolor se puede sentir, la pena
se la puede respirar, el valor y el coraje se lo advierte en cada paso que uno
da. Iba avanzando por los pasillos del hospital, entre una marea de gente
dispuesta a dejarse llevar por el humor y el amor que un ser de nariz roja
puede dar; otros absorbidos en el dolor y la ira, esquivaban su mirada y oprimían
su sonrisa, ¿Por qué reír? ¿Qué motivo tendrían?, otros quizá resignados o con
una esperanza desbordante en el corazón, sonreían, reían, cantaban.
Ambivalencias de la vida, sentimientos encontrados: dolor, amor, desconsuelo,
esperanza, duda, ira…
La pequeña Samanta, me sonreía
durante mi improvisada presentación, su sonrisa era mágica, sus ojos
destellaban aquella vida a la que solo un ángel se puede aferrar, reía y no cesaban
sus ojos de emitir un fulgor divino que provocaba abrazarla y admirarla. Una
guerrera es ella, pensé; unos guerreros lo son todos, afirmé.
Había otra niña, no recuerdo su
nombre, defensora de la mujer; lo demostró cuando un payaso golpeó con un martillo
de juguete a una payasa, “¡No le pegues!” gritó, quizá sumida en el recuerdo de
un maltrato intrafamiliar, su mirada era firme, decidida. El señor payaso tuvo
que hacer otra broma y afirmar que ella sería abogada o Presidenta de la
República para calmar su corazón y yo cerré mis ojos y ante Dios y con toda la
admiración hacia este pequeño ser de alma indómita, dije: “Amén”.
Un niño participaba en un
concurso de baile, ganaba el que más feo bailaba, sin duda este luchador se
esmeró en ganar el concurso y lo hizo; en su desenfrenado baile, se observó su
desahogo, su ira, mientras movía su cuerpo al ritmo de la música, lanzaba su
gorra al piso (la que cubría su calva cabeza) y la pateaba y la aplastaba y lo
hacía repetidamente. Él ganó, pero ganó un baile infantil; ojalá gane esta
guerra contra la muerte.
Una anciana recostada sobre una
camilla en el pasillo, su rostro sin luz, sin vida; aunque ella estaba
presente, el espíritu de la esperanza, de la alegría, del deseo de vivir, había
emigrado hacia territorios muy lejanos e inciertos. Hicimos de todo para
hacerla reír, no lo conseguimos, luchamos por robarle un suspiro a su tristeza,
fue inútil; su corazón no quería, la rabia la dominaba o quizá el dolor, no lo
sé. Al despedirnos, me acerqué a besar su mano, sin pensar en cuántos gérmenes
pude haber dejado, pero necesitaba hacerlo, más que por ella, por mí. La miré a
los ojos, ella recostada de lado, pude observar que en el lado oblicuo de su
ojo izquierdo, rodaba una lágrima que se desplazaba suave y tenue sobre su
piel. No tuve palabras, no las encontraba,
sólo la miré, sonreí y en mi último intento por hacerla reír me alejé
cantando y bailando, no lo logré.
Finalizaba mi “intromisión” como
clown hospitalario, ostentando un título que todavía no me pertenecía, me senté
a descansar junto a mis colegas de reparto, cuando de pronto se me acercó un
caballero de agradable apariencia, con rostro de infinita tristeza y sonrisa
amable, pero con gran aflicción; me saludó cordialmente y me abrazó, me habló
al oído y me dijo: “Ven por favor conmigo, a mi esposa le acaban de
diagnosticar cáncer y está muy triste, por favor, hazla reír” y mi corazón
estalló en agonía, ¿Cómo lograría algo así? Ella acababa de recibir la peor
noticia de su vida, cómo pretendía su esposo la hiciera reír. Mi corazón no le
hizo caso a mi razonamiento, fui donde mi mentora, donde aquella a quien admiro
y sigo torpemente sus pasos. Fuimos las dos, ella con guitarra en mano, yo con
mi timbre de voz, ambas cantamos “Ese lunar que tienes cielito lindo junto a la
boca…” sonreímos, cantamos, se nos acercó otro payaso amigo, para apoyarnos;
nuestro esfuerzo no fue inútil, ella sonrió; sonrió entre llanto y tristeza,
ante la atenta mirada de un esposo enamorado y desconsolado, ante la inocente
sonrisa de una hija adolescente, que sonreía agradecida ante nuestra presencia.
Nos vinieron a recoger, nos despedimos, la abrazamos y nos alejamos. Nos
alejamos no ajenos al dolor, pero sí dejando atrás la tragedia y el sufrimiento.
¿Dejando atrás? ¿Será posible eso? Pues no, no lo fue. Aún tengo en mi mente
las sonrisas y las miradas de los actores de esta triste tragedia que es el
“Cáncer”.
No lloré ni por un segundo en el
Hospital, llegué a casa, mis padres me preguntaron: “¿Cómo te fue?” - Muy bien,
contesté y finalmente con toda el alma, lloré.